Mandamases y esquiroles (Parte 2)


El poder de la palabra todo lo puede. Hay unos que mandan y otros que...
Si me hago entender estos personajes constriñen porque su poder les merece respeto, idolatría, o el dinero y sus influencias logran ese milagro de hacer que otros hagan lo que éstos deciden. Digamos que Ud. va a un negocio a tomarse una cerveza, y ésta resulta premiada con la tapa que le da el derecho a disminuir el valor de su precio, y el tendero le dice que no. Qué tiene que comprar otra cuando en realidad nadie lo hace así. Se nota la animadversión. Es uno de esos negocios adonde pareciera que Ud. va de regalado aunque compre sus productos de buena gana, y a sus dueños les parece que está mendigando. Vaya irrespeto. Estos personajes hacen lo que deciden sus mandamases. A mi me pasó durante muchos años en Bogotá a todos los sitios adonde fuera que incluso cuando iba a mandarme a peluquear me dejaban trasquilado, así hubiera ido a la Patagonia, o sea al sitio más alejado donde nadie me conociera. No había manera de contradecir porque si no... Venía el problema. Injuriaban y hasta lo maldecían a uno por haber ido a gastar la plata para que lo hicieran. Desagradecidos y deshonestos porque al fin y al cabo algo se iban a ganar por hacerlo bien y de buena manera. Pero es que en estos entuertos ellos están obedeciendo a sus mandamases, que incluso podrían ser de ley, y que además por ser tan frecuentes y tan bien orientados, uno sabe que están sicológicamente haciendo su trabajos de lavados de cerebros, así uno fuera al mismo infierno a que le hicieran el arreglo del cabello. Haga de cuenta que sale de su casa, e inmediatamente le tienen preparado conductas comunes con otras gentes en otros sitios, por cuenta de estos intelectuales - que yo he dado en llamar los de la muerte porque cuando uno está en esos estados mentales que yo llamo idos de la cabeza- que cuando se termina el día ha tenido que sufrir muchas rabias y muchos hostigamientos que donde vaya, así pague o no pague, entre a una tienda a comprar, a una cafetería, o a cualquier otro sitio, siempre le van a repetir que no ha pagado. Que se le olvidó. Qué les debe de volver a pagar. O simplemente que su plata no vale. O más bien es uno de los que pide y no paga. 
Que tal que mande arreglar unos pantalones como me sucedió últimamente en el barrio San Pedro Alejandrino en Ibagué, y la costurera decida  dejarme una manga más larga de cada uno de ellos y que por pura coincidencia otro de estos personajes en una tienda al ir a saludarme me coja un dedo de la mano y me lo oprima tan fuertemente en el saludo, que uno tenga que decirle que qué le pasa.
Y en son de broma mientras vuelve y se sienta en la mesa donde está, se haga el loco como si nada hubiera sucedido, y lo hace a sabiendas que un buen día apareció junto con otros vendedores de calles y de buses en otro lugar y en otro sitio como si me conocieran de antemano, mientras con sus bromas van insinuando otras cosas que seguramente es lo que sus mandamases le han dicho que hagan.
Son vendedores que se sube a los buses o venden en las calles, cuidanderos de carros, loteros que disimuladamente quieren que les compre un pedazo de lotería, y que si uno no lo hace le dicen que como si está tomando algo para la sed como si le estuvieran regalando a uno lo que se está tomando. Y no son trabajos casuales. En Bogotá, sucedió lo mismo, que incluso dentro de esos vendedores de libros, hubo uno que era boxeador que hacía esos shows callejeros adonde todo un grupo de personajes  le apostaban a uno de los contrincantes, como si estuvieran haciendo una riña en una callejuela a falta de no tener un cuadrilátero de boxeo que los albergara, para así divertir y a su vez para que unos ganaran y otros perdieran, mientras los que se enfrentaban en buena lid el que ganara reclamaría su premio. Un negocio donde el que digo estaba metido en esas peleas callejeras que probablemente se hacían en cualquier sitio donde la apuesta estaba de por medio, y el pobre muchacho que lo hacía se conseguía algo para consumir el vicio. 
Incluso por los lados del barrio Santander, Murillo Toro, Quiroga y en otros aledaños siempre alguna provocación sucedía. Cerca del cementerio del Sur en alguna ocasión antes de llegar a "La casa embrujada" uno de estos tenderos recibió una llamada cuando me disponía a tomarme una cerveza después de un largo día de trabajo vendiendo libros en los buses y en las calles, donde tuve que oír la perorata de uno de estos vigilantes, que más bien parecía ser un ladronzuelo de casas.
El teléfono estaba justo cerca de donde me había sentado y al frente del cementerio del Sur al lado donde muy temprano de una tarde después de bajarme de un bus que venía de Soacha otro muchacho de esos consumidores de vicio por robarme me cortó una de las manos con el pico de una botella de vidrio al tratar de impedir lo que quería hacer, y podía escuchar la respuesta del tendero que no era más que respondiendo a uno de sus mandamases, que incluso todavía no se entiende el por qué:
-No, no señor. El no es busca problemas. Es un buen cliente cuando viene. Siempre paga y no molesta a nadie.
Me miraba como apesadumbrado ya que seguramente le estaban haciendo perder el cliente. Con el tiempo me fui retirando de aquel negocio debido a que noté que se demoraba mucho para atenderme, o que si lo hacía era como de obligado. Yo ya era un mal cliente para éste, así no fuera cierto.
Tenían su negocio por debajo de cuerda.
En fin, decía que aquel apretón de manos y más en uno de mis dedos de mis manos  en son de broma, sin que yo fuera el amigo de aquel personaje me hizo recordar otra historia tal y como lo hizo aquella costurera que digo.
Un vendedor de lotería que trabajaba por San Victorino en Bogotá se le había dado por salirme o aparecérseme cada que yo llegaba por alguno de estos lados a ofrecerme la lotería. Yo no le compraba debido a que juego el chance que me parece más eficaz, aunque nunca he ganado nada. Y sin embargo insistía y me ofendía de alguna manera ya fuera metiéndose una de sus manos en uno de sus bolsillos traseros, o cuando me veía andando por esos lados alguna porquería me decía. Sus mandamases me lo había enviado y muy parecido a unos loteros que aquí en Ibagué todavía no se de ofrecer y provocar que incluso hay uno que se hace el bravucón porque yo no le compro, otro que se coge sus nalguitas en sion de broma, y hasta uno que tiene hasta casa por el lado de la 28 se me aparecía y hasta amigablemente cuando me veía en uno de esos negocios me colocaba la mano en uno de mis hombros sin que yo me diera cuenta, tal y como sucedió recién llegado al barrio donde llegué a vivir, que todos esos muchachos que por alguna razón han terminado en caer en el abandono total por sus vicios salían a hacer lo mismo como si alguno de esos mandamases que andan por ahí tuviera algún negocio conmigo sin yo saberlo, y mucho más en una ciudad donde supuestamente nadie me conocía des pués de haber vivido más de treinta años fuera de la ciudad. Vaya descaro. 
Vale decir que una de las piernas de aquel vendedor de lotería era más larga que las otra, y que yo cada que lo veía sentía rabia, no tanto por ser de color de los de la costa pacífica, sino porque ya me encontraba cansado después de muchos días haberme ofendido.
Uno de esos días fui invitado por el odontólogo Hernández que terminó pensionado por el gobierno distrital, y que era ajedrecista aficionado, a tomarme una cerveza en un restaurante que queda en la carrera 8a. cerca del Capitolio Nacional y donde muchos años antes yo fui cliente casi que asiduo de dicho establecimiento en los años en que trabajé por primera vez en una cacharrería que tuvo mi papá por la calle once de San Victorino.
No se qué pasó. Fue como si algo hubiera sucedido con el licor en aquella tarde, que solo recuerdo que la dueña me echaba agua en la cara, mientras unos agentes del orden me sacaron en una camioneta de capó destapado y me llevaron rumbo a los lados de los cerros orientales. Solo recuero que un agente me presionaba el mismo dedo que aquel personaje que digo me apretó en son de broma, y que curiosamente días antes que había estado allí tomándome algo para la sed. Aquel vendedor de lotería que digo se apareció con unos agentes y se sentó detrás mío en otra mesa unos días antes que me pasara dicha situación. Al verlo y sabiendo que estaba justo detrás yo me voltié y le hice pistola con mis dedos.
Cuál no sería mi sorpresa que ya allí no estaba el lotero que digo, sino que estaba una agente del orden mientras sus otros dos compañeros hablaban sabroso. El vendedor se había cambiado de asiento.
Al poco tiempo sucedió lo que estoy contando, mientras aquel policía me lastimó el dedo casi que hasta partirlo por la fuerza, mientras me dejarían botado y extenuante entre el rastrojo de uno de los cerros orientales. Solo recuerdo vagamente lo que sucedió ese día escabroso, que incluso cuando regresé a la casa, lo primero que hice fue acudir adonde vivía un vecino a reclamarle por lo sucedido, pues dentro del subconsciente me parecía que algo sabía, pues era uno de los que frecuentemente esperaba a que saliera de la casa para él o su mujer salir de la suya detrás mío, amenazando muy sutilmente. Era el dueño de la casa y del perro pastor que casi me castra muchos años antes en la puerta de mi casa cuando intenté defender a una mascota que teníamos, en un domingo en que yo pensaba ir a vender mis mercancías a una cliente que tenía en la Calera.
Así son estos personajes. Le van repitiendo a uno las amenazas que otros le hacen en las calles, y también le hacen saber que uno anda bien vigilado por las calles esperando a ver en que momento agreden, como si se fuera un delincuente.
-¿En qué país vivimos? Diría Mario Clavijo.
Aquel ajedrecista que cuando me vio todo ido mentalmente me dijo que no era hijo legítimo de sus padres. Que había sido adoptado por ellos, y que era judío. Una historia que ya conté en este mismo blog cuando recién comencé a publicarlo en Bogotá, y quien me auguró que un perro pastor alemán me iba a morder cuando me prestó la novela de Hernan Hess cuyo personaje central es Damián. No sabía que estos personajes me querían matar muy disimuladamente en un extraño negocio del que nunca me imaginé por esos años cruentos. 
Lo paradójico de  esta historia es que el ajedrecista moriría poco tiempo después en la casa de sus padres adoptivos adonde funcionó una fotografía famosa en el barrio Santa Bárbara después que una hermana suya que lo quiso y que quedó pensionada con la fuerza aérea colombiana hubiera muerto también de un infarto, y que sus otros hermanastros lo querían sacar de aquella casa.
Coincidencias que por ser tan repetidas y repetitivas le parecen a uno que son más reales que imaginarias y que a estas historias yo he dado en llamarlas las de los intelectuales de la muerte quienes lo hacen sutilmente mediante sus esquiroles apoyados en los lavados de cerebros con los que logran meter a sus víctimas en esos laberintos de muertes y desolaciones de familias enteras.
Así son estas historias de mandamases y esquiroles.